jueves, 4 de diciembre de 2014

Dejemos la ira en un instante, odiemos en amago,
no sirvamos de instinto un kamikaze de sentimientos
que no llegan ni a un todavía de imprecisión.
La limpieza doméstica del uno mismo comienza con saber cuándo no drogarse es incluso mejor opción.
Que no hay nada más duro que perder un durante, y verte a ti mismo mentir
mientras buscas entre la basura de antes la mierda
que tendrás que recoger mañana.
La ropa tirada por el suelo sigue teniendo mucho que ver con mi vida.
Yo no tengo que perdonarme nada, ni nadie tiene que perdonarme a mí.
Creo.
Aunque el crujir de esas hojas afiladas en mitad de este otoño
sólo sea una excusa muy barata
de no decir
que empezamos a desprendernos
-como un alud-
de piel muerta, de miradas vacías, de sueños inconclusos, de promesas oxidadas y gritos rotos
de paisajes anhelos y pozos colindantes,
desprendernos
-como la magia y las casualidades-
del rencor perenne, del odio alargado, del jamás constante y el siempre nunca,
de este letargo asumido y esta derrota de adormidera
-como ese baile que siempre soñamos con la chica realidad en nuestro abrazo-
nos desprendemos
de vuestra herencia en potestad y vuestro molde de deudas
nos desprendemos
porque aquí hemos venido a volar
y derrumbarnos
a llorar como sólo los humanos saben hacerlo,
no nos extrañemos de nuestra miseria:
han sido muchos siglos de aprendizaje.

Pulsa la tecla de olvidar.
Y si no hay mucho más que añadir, vámonos.

A la mierda.