martes, 28 de febrero de 2012

Vomitonos al 5555

(tiene mucho tiempo ya esta poesía, pero nunca la subí por aquí, hoy me apetecía)

ojalá pudiera desahogarme con un golpe de letra
y quitarme las grietas de esta garganta,
a veces golpean las caricias de otros
y a veces
“querría destrozar algo hermoso”
solo pa demostrarte las mil mierdas que me guardo dentro.

paisajes de fotos grises como la mirada de la mitad de las personas
que me rodean,
capullos con espatula y pincel que se dicen las máximas tonterías
con los minimos intereses,
putas baratas tan fáciles de follar que ni siquiera se venden,
¿te puedo comprar?
tengo suelto en el bolsillo
y estrofas de sobra aunque no sepa tocar la guitarra.

hadas violadas con varitas mágicas de listillos pasados de rosca,
borrachos anónimos sin intimidades,
contenedores de sangre fría como ratas hurgando detrás de una papelera,
mesas olvidadas por papeles de poetas de etiqueta y braguetazo,
heridas abiertas como las piernas de la última chica a la que dije te quiero,
promesas en fila india haciendo cola para entrar en un matadero llamado futuro,
restos de semen en la comisura de los labios de la mujer más guapa de toda la cárcel,
piernas huyendo por las estanterías donde termitas hambrientas devoran libros
carcomidos por la mediocridad del gusto de los lectores.

retratistas de vacío al por mayor,
mercaderes de sentimientos made in su puta madre,
arrogantes trapecistas que solo saben bajar escaleras
y subir los precios,
labios vendidos como chivos expiatorios,
amantes con el rabo entre las piernas
y todas las mentiras del mundo guardadas en el corazón,
bibliotecas ardiendo,
arboles quemados,
esperanzas más que muertas…

¿sabes?
las peores pesadillas no tienen monstruos
sino espejos,
y eso
es algo que no sé cómo explicarte.

sábado, 25 de febrero de 2012

o todavía

Matamos a dios y estuvo bien, porque no existía.
No hubo tanto que discutir, solamente nos quedamos huérfanos
de clavos ardiendo
y sin tener a lo que aferrarnos nos dejamos caer
creyendo que nosotros mismos
sabríamos salir por nuestra propia cuenta
del precipicio.

Nos dejamos caer confiando demasiado quizá
en nuestras alas.

Y está claro que algo no salió bien.

Inventamos el mercado
la economía
la democracia
y las listas del paro.

No contentos con tanto
inventamos la comunicación
los simulacros
y la pornografía.

Hasta los secretos
nos inventamos.
y las mentiras.
Sobre todo las mentiras.

Echa un vistazo al patio si no me crees.
Es una cuestión de fe no hacerlo.
Y matamos a dios, ¿recuerdas? Y estuvo bien.
De acuerdo.

Pero hemos convertido el destino en una resignación,
la miseria en rutina
y hemos reducido el fuego al calor de su potencia
hasta meterlo en un caja de cerillas
y ponerle una señal de aviso.
De advertencia.
Aquí nadie se acuerda de los sueños
y mejor,
porque tienen que dar un miedo de la ostia.

Como niños riéndose por la noche en las alcantarillas
mientras chocan sus globos contra las rejas de los desagües
y explotan.
Los globos.

Hay una capa de odio que nos hemos puesto como lentillas en los ojos.
Un disfraz caducado tan podrido que apesta como nuestras desilusiones.
Hemos cifrado la necesidad en números,
el valor en porcentajes,
y hemos puesto en oferta la falta de interés.

Nos hemos estadistiqueado hasta la médula.

¿Y para qué negarlo? Estamos perdidos.
No tenemos ni puta idea de hacia dónde vamos.
Nos rascamos la cabeza desorientados y encogiéndonos de hombros.
Tenemos muchos cómos
y ningún por qué.
Nuestro único objetivo se reduce al final
a conseguir la pasta
con la que comprar una felicidad que ya de por sí es un sucedáneo.

Porque eso hicimos con todo.
Lo pusimos un precio
y dejamos que engordara como los cerdos antes de san Martín.

La publicidad puso los escaparates.
Los gobiernos traficaron con los impuestos.
La prensa hizo su trabajo.
¿Y nosotros? ¿Que dónde estábamos nosotros?
Comprando.
Dónde íbamos a estar si no.

Sin una filosofía a la que aferrarnos,
sin nada
sin absolutamente nada
por lo que poder jugarnos la vida.

Nuestra única vida,
nuestra desdichada pretenciosa y sobre todo irrepetible vida
ahora que no nos queda ni dios
y hasta los viejos se mueren en silencio.

No tenemos por lo qué luchar.
Nos da igual la mierda mientras no nos salpique.
Así que hacemos grandes letrinas en donde cagarnos
y las llamamos países,
no sea que se piensen que pensamos.

Reconozcámoslo: no tenemos ninguna respuesta.
Todavía.
Matamos a dios y estuvo bien, porque no existía,
pero nos quedamos sin clavos ardiendo
a los que aferrarnos
y así estamos: cayendo.

Y sin ninguna fe ya en los milagros.

O todavía.

domingo, 19 de febrero de 2012

inviernos si nieve

(es quizá un poco largo para leerlo en un blog,pero bueno, no es la primera parrafada que me marco)

Él, 55 mal llevados, pelo completamente blanco que se le junta con la barba, dándole un aire de santa Claus enrojecido por el frío y el alcohol. Sentado de lado junto a la ventana, la mano izquierda apoyada en el asiento delantero, la derecha en el respaldo de ella, posiblemente de la misma edad e igual de mal llevada, mal pintada, con un rimel morado que resalta más sus arrugas que sus ojos, morena pero sin elegancia alguna, el cuello del abrigo subido hasta el final, las manos en los bolsillos, y un aire de resignada infelicidad que no molesta en ocultarse.
Él mira a un punto indeterminado de la puerta del tranvía, como si buscara las palabras en los reflejos imprecisos de sus cristales. Ella mira hacia delante, pero no es verdad.
-hay un bar, no ponen buena música, pero tiene rincones bastante escondidos, buena cerveza, quizá un licor de algo si te apetece. Aun podemos ser felices.
Ella deja que el silencio se arrastre, que el tranvía se detenga y entren y salgan los viajeros, que haya una corriente de aire helado que por un momento les golpeé la cara. Luego las puertas se cierran, el tran vuelve a arrancar, y él se gira para mirarla.
-conviertes las preguntas en afirmaciones- dice ella.
-quizá- él sabe que si quiere convencerla solo tiene unas pocas paradas para hacerlo, así que trata de pensar con rapidez su insistencia- ¿por qué no? Este frío estaría igual sin nosotros. No tenemos la culpa, así que dejemos de actuar como culpables.
Ella sonríe, y él piensa que su sonrisa es una catarata de hielo derritiéndose.
-además, ¿quién puede decir que es feliz, que lo ha sido, que lo será?
Ella sigue sonriendo, pero niega con la cabeza.
Él improvisa un beso que deja caer sobre su mejilla con rapidez, como tratando de quitar pretenciosidad al gesto, un acto espontáneo, una caricia con los labios pero sin rastro de humedad ni desafíos. Ella le mira por primera vez en todo el viaje.
-¿adónde vamos?- pregunta, pero no parece que quiera cambiar de tema sino más bien al revés, como si eso fuera lo único que pudiera decirse, y sigue: antes quizá. Casi no recuerdo cuando era niña y jugaba a ser mayor. Ahora tengo esta edad, y me siento tan vieja como un invierno sin nieve- hace una pausa, él la mira con ilusión y tristeza- ¿adónde podemos ir sin sentirnos cansados?
-
al bar que te digo. Llevo dos días contigo. Me has desnudado más veces que el resto de personas que haya podido conocer antes de conocerte. Te has abrazado a mí mientras dormías. No has cogido ni una sola vez el teléfono, y has pagado todas las cervezas sin soltar una palabra de quién eres ni de por qué me cogiste de la bragueta casi con necesidad antes de que me emborrachara demasiado.
Ella ha dejado de sonreír y ha vuelto a mirar a adelante mirando hacia atrás. Le ha escuchado como si alguien le encendiera el televisor y le pusiera las noticias. Y en ellas hablaran de tormentas y de sombras. Ella ha dejado de sonreír y mira la parada del tranvía en Zizskov, y le dice –vamos. Al bar ese. Andando. Desde aquí.
Los dos se levantan torpemente ante la improvisación del movimiento. Él se sujeta a la barra para salir, ella ni saca las manos de los bolsillos. La niebla ha bajado y difumina el amarillo de las farolas. El frío se les mete en los huesos como una enfermedad. Él se siente feliz de haber salido al fin del tran y despliega los brazos gritando: “¡vendrán a matarnos de frío y nos pillarán bebiendo, o follando!” y golpea con fuerza el suelo con el pie derecho en un baile extraño y ridículo. Ella apenas le mira al salir, respira con fuerza y se queda absorta ante el neón rosa del Damy club, que le queda justo enfrente ahora que el tranvía se ha ido.
-me apetece una cerveza- dice ella.
-aquí hay una- y el viejo recoge un botellín de Pilsner que alguien había dejado sin terminar en el suelo –le quedan un par de tragos- y sonríe alargando el brazo para ofrecerla el botellín.
Ella siente un escalofrío de ternura y duda de si dejar que se quede ahí. Es duro el contraste en la forma de ver a una persona, piensa. Este hombre ha sido un buen amante durante estos dos días, piensa, me ha hecho muchas cosas y las ha hecho bien y ha dejado que yo le hiciera sin importarle lo que quisiera hacer. O cómo. Y ahora, sin embargo, siento ternura por él, puede que pena, o solo tristeza y desgana. Los sentimientos son como el humo entre la niebla. Se mezclan hasta que no te dejan ver y tienes que avanzar a ciegas.
Y se enciende un cigarro sin coger la cerveza que él le ofrecía, y comienza a andar calle arriba, entre calada y calada. Él deja la birra de nuevo en el suelo y vas tras ella hasta llegar a su lado.
Avanzan. En silencio. Solo el taconeo de los zapatos de ella, y alguna pequeña tos de él. Solo en algunos bares murmullos, alguien hablando en la puerta, algún coche pasando a lo lejos. La escarcha se confunde con el blanco del pelo de él. Ella se ha encendido otro cigarro y sigue caminando sin mirarle. En la puerta del bar no hay nadie. Él abre la puerta y ella entra con las manos en los bolsillos. El camarero les mira y asiente con la cabeza, como dándoles su aprobación o simplemente saludando, mientras posa un cigarrillo en el cenicero. Ellos se quitan los abrigos mientras miran por inercia el garito. Una barra alargada con taburetes vacíos. Un tipo de pie al final, bebiéndose una pivo en solitario. Y al fondo, unas escaleras de piedra abovedada hacia una segunda planta de mesas de madera y olor de maría. Bajan por ellas y siguen por los pasillos de unas catacumbas hechas bar. Mazmorras acondicionadas para el consumo de alcohol y otras sustancias. Miran todos los rincones oscuros por los que pasan hasta que encuentran uno donde poder sentarse con un mínimo de oculta dignidad. Sin tener que disimular ni pedir disculpas. Él se acerca a la barra y trae dos jarras de medio litro rebosantes que posa sobre la mesa con una ilusión muy cercana a la ingenuidad. Tantea un nasdrabi excusatorio que le permita tocarla. Duda por un momento, y el movimiento le queda torpe e impreciso, un poco vergonzoso, por primera vez adquiere conciencia de la posibilidad de la derrota, de ser solo un tipo infame en un paréntesis sosteniendo un paraguas un día que no llueve, se siente contingente en sus propias expectativas y da un buen trago a la cerveza intentado tragar con ello el miedo y los pesimismos, centrándose en las cicatrices que lleva amando las últimas 48 horas como si llevara una vida o incluso dos, y le vuelve esa excitación cercana a la confianza y vuelve a creerse firme candidato a pillar un poquito de justicia o recompensa, algo más que dos días, ¿por qué no? Ella ha vuelto a encenderse un nuevo cigarro. Lo hace a rachas. Puede estar medio día sin encender uno, pero luego le entran las ganas y puede vaciar una caja en apenas 3 horas. Lleva 5 desde que salieron del tranvía. Él se ha acomodado y quitado el abrigo, vuelve a dar un trago enorme, y mira como agachando la cabeza al resto de la gente que les rodea. Hay un tipo solitario apoyado en la barra. Otro en una de las mesas cercanas al pasillo. Un tercero en la mesa de entrada a esta parte del bar. Un par de parejas, todas más jóvenes. En general son siluetas viviendo su propia soledad esta noche en la que han coincidido sin querer. Los figurantes ajenos que no interferirán en esta escena de la película, pero le dan credibilidad: la herida en el pómulo de uno de ellos, la creíble fealdad de una de las chicas, el pantalón sucio del que acaba de pasar, todo ayuda para comprobar que no es un sueño y de verdad sigue con ella bebiendo cerveza, aunque ella esté triste o pensando en cualquier otra cosa, aunque ella tenga un barracón de soledades en su pecho y no esté dispuesta a bajar la cremallera de su disfraz como hizo con su bragueta hace dos noches.
Sin duda- dice al fin ella, pero él no lo entiende y piensa que ella seguirá, pero no sigue.
-¿qué?- pregunta él.
-nada- ella bebe mirando al frente, traga mirando al frente y deja el vaso donde estaba sin dejar de mirar al frente- ¿crees que volverás a follarme?
-espero, más que creer.
-y si ahora me fuera. Si bebiera esta cerveza que me queda de un trago y me fuera sin pagar ni decirte nada, ¿seguirías esperando?
-sí.
-¿hasta cuándo? ¿durante cuántas cervezas me esperarías en este bar? Y cuando cerrasen y yo no hubiese vuelto, ¿seguirías esperándome después en la calle? ¿te irías a casa pensando que volverás a follarme como lo hacías hace unas pocas horas? ¿te masturbarías pensando que algún día estaré de nuevo contigo para tragármelo?

Él tarda en responder esta vez. Piensa con severidad sus palabras. Quiere ser honesto. Va comprendiendo que lo único que puede hacer es eso: ser honesto. Que a estas alturas, si de algo se han cansado ambos, es de las mentiras.
-Esperaré. Sí. Primero a que cierren este bar. Luego puede que entre en otro si veo uno abierto- mete la mano en el bolsillo y saca un billete de 200coronas y un puñado de monedas que no llegan a 50- beberé hasta que se me acaben estas pocas monedas. Luego me iré a casa. Sí. Me masturbaré, cerraré los ojos antes de correrme y ya no los abriré hasta mañana. O pasado. Y entonces, todavía, seguiré esperando. A que vuelvas. No tengo nada mejor que hacer, ni dinero para hacerlo.
-Me das pena
- dice ella, que ha vuelto a sentir ese escalofrío.
-¿por qué?
Él se siente incómodo esta vez, se siente, en cierto sentido, ninguneado o visto como un esmoquin que, colgado en un armario de la casa vieja, con su olor a polvo y naftalina, acaba de ser usado como un disfraz gracioso que se ha puesto la mujer que lo ha encontrado, pero que va a dejarlo donde estaba y como estaba. No le hace gracia, pero sin saber por qué sonríe. Ella le mira con frialdad eslava. No debería haber sonreído quizá, un gesto, se dice, un mal gesto no lo salvas ni con cien mil buenas palabras. Deja de sonreír.
-Tú piensas que podemos pasar página y escribir una nueva historia desde el principio. Pero por excitarte con la facilidad de un joven no dejas de ser un viejo. Borracho y pobre. Yo fui puta. ¿te lo he dicho o ya lo sabías?
-No me lo has dicho.
-Hay cosas que no se dicen pero tampoco pueden ocultarse. Aunque quieras. Incluso yo diría que hay cosas que nunca dejas de ser, aunque dejes de cobrar por ello. Supongo que soy como un médico que sigue atendiendo a sus pacientes, aunque esté jubilado. ¿Cuándo te diste cuenta?
-Lo pensé cuando me llevaste a la ducha al entrar en tu casa. Pero lo supe cuando te apartaste el pelo mientras me la chupabas.
-Si te lo hubiera pedido, ¿habrías llegado a pagar por follarme?
-No tengo mucho dinero, pero sí, supongo que sí.

Le ha hecho daño. Es evidente que esa respuesta le ha dolido más que todo lo que pudo hacerle en la cama, y le hizo. Ella ha vuelto a mirar al frente tragando saliva y duda entre la pena y la rabia como si tuviera que elegir entre llenarle de escombros o ayudarle con la limpieza. Nunca ha sido una buena samaritana. Quizá nunca tuvo ocasión de serlo y lo único que vio es lo que pudo aprender, y con eso se fabricó el abrigo que lleva cerrado hasta el cuello. De la necesidad física del deseo pasa al revanchismo cruel del escalón superior en el que se sienta para abrirse de piernas, y mientras, todos se limitan a comprobar si lleva o no bragas, pero ninguno se ha dado cuenta, nunca, de que ella podía hacer y deshacer a su antojo. Ni siquiera ella, que lo aprendió ya de mayor y con unas cuantas humillaciones en los ojos. Se siente cicatriz, y no le molesta haber utilizado los harapos del pobre hombre que ahora mismo está recogiendo de nuevo las monedas que había mostrado. Él también ha disfrutado de los últimos dos días, y cuando se la chupaba no preguntó quién era, de dónde venía o por qué hacía todo eso. Ahora que ha vuelto el frío y que mira las soledades desperdigadas del bar como si fueran una aproximación o un simple complemento para cerrar otra historia más de desencanto, ahora que tiene las manos en los bolsillos y ninguna predisposición hacia nada, que le ha concedido las riendas como diciéndole: es tu camino, hazte cargo de ellas, y él ha visto el precipicio de no volver a follarla, parece que al fin tiene miedo, y al tenerlo desgasta esta triste torpeza de aferrarse a algo que no le parece, a ella, para nada atractivo. De nuevo tratan de venderla ilusión por un polvo, y ahí está, entre la pena y la rabia. Decidiendo qué hacer con este hombre, que se rasca la barba y la mira con imprecisión y deseo. Uno más entre tantos otros. Y ella se había jurado que no lo volvería a hacer.
-Soy buena, como puta soy muy buena- dice al fin, y se enciende un cigarro que la sabe a semen reseco sobre una navaja- hubo un tiempo que fui mejor, claro. La experiencia suele morir aplastada por los años, y las putas siempre tienen frío, ¿sabes por qué?
Él sólo niega con la cabeza. No se atreve a decir nada por miedo a un paso en falso. Ella está tensa y él lo nota. Le gustaría decir algo y que se riera, pero en estos momentos nadie en todo el planeta podría hacerla reír. Tantea acompañarla en el sufrimiento pero él sabe que el sufrimiento solo tiene sentido cuando lo caminas tú solo, entonces el dolor toma sentido, aprendes respuestas, te sientes lo suficientemente vulnerable como para no sentir vergüenza ante ti mismo. Así que él bebe un trago de cerveza y la escucha.
-Porque se quedan con el frío de los hombres. Y no me refiero a que lleguen 2, te paguen el doble y tengas que hacerles lo que ellos quieran. También los que te dan unos billetes para que les escuches. Y los que se enamoran de ti y empiezan a prometerte torres de babel inconstruibles. Todos, los duros y los cariñosos, los que van a la juerga y los que buscan, solo, un poco de compasión. Lo único que quieren es que les quites el frío. Que te lo quedes y lo guardes tan dentro que ellos no puedan verlo.
Ambos se quedan en silencio. Él es consciente de que no hay nada que decir pero en su cabeza aun tiene, sin embargo, brotes de optimismo por conseguir retenerla de alguna forma, venderla alguna brisa cálida de verano, mentirla quizá como cuando miras a la persona que quieres y le dices que todo va a salir bien pero sabes que no es verdad, que nunca nada sale bien y esta vez tampoco, pero lo único que tenemos es eso, lo único que nos queda es la remota posibilidad de la remontada y si no creemos en ella…¿y si no creemos en ella?
-dejemos que se consuman las monedas y después ya veremos- dice al fin.
Otra vez mendigándola miserias, piensa ella, mírale con su ingenuidad de atardeceres como si no supiera lo que todos hacen cuando se apaga la luz, escuchándola aun a sabiendas de lo que hubo antes y ya nunca habrá después, con su desnudez en los ojos y esa falsa juventud de quien no quiere mirar los espejos, dictando la sentencia de lo improbable mientras muestra sus bolsillos vacíos y su indigna fe en los milagros. Es tarde, y este baile de sombras le parece insufrible, está cansada, o aburrida, es tan mínima la diferencia… aun sabe cómo hacer para doblegar a un hombre, para dejarle sumido en su propia soledad alcohólica sin esa necesidad de nostalgias o despedidas que siempre adjuntan en su ridículo orgullo de no saberse inservibles.
-no volveré a preguntártelo-advierte ella- ¿te quieres correr por última vez?
Él no tarda demasiado en contestar.
-Sí. Quiero.
Ella extiende su mano derecha hacia la bragueta de él, y con dos dedos la desabrocha con una lentitud explícita, y mientras lo hace solo se escucha el susurro improvisado de la cremallera como una obertura de lo que vendrá a continuación. Él la mira, pero ella fuma distante las últimas caladas del cigarro. Cuando lo apaga su mano ya está dentro de los pantalones de él, cálida pero no suave, y mientras gira su cuerpo para mirarle a los ojos, el pene semiflácido del hombre va saliendo, poco a poco, como si le diera vergüenza el hacerlo.
-shshsh… -susurra ella como si le mandara callar, como si él pudiera decir nada en ese preciso instante- una vez estuve en un bar como este, puede que fuera este de hecho, no sé, el olvido es premeditado. Yo tenía menos años que ahora, y todavía sonreía con lucidez a las visitas cuando éstas pedían un precio. Me ponía vestidos que parecían camisetas largas y ajustadas, con un cinturón más o menos ancho que me perfilara las caderas, y medias a las que hacía un pequeño roto a la altura del muslo, lo justo para que se viera en cuanto el vestido se subía lo más mínimo. Si alguien se fijaba en él, sabía que terminaría sacando la cartera. En realidad, ligarse a un hombre es tan fácil como saber dirigir su mirada. En cuanto os muestran un foco de atención, no podéis concentraros en otra cosa. Me trajo un hombre que quería emborracharse conmigo para que yo le llevara a casa, le acostara, y le despertara con una mamada de buenos días. Así me lo dijo. Y me trajo aquí. O a un bar muy parecido. Estuvimos en un sitio como ese, donde está aquel tipo sentado- y con la mirada señala la mesa cercana al pasillo donde el mismo tipo de antes sigue bebiendo la misma cerveza de antes, y después vuelve a clavarle los ojos sin dejar de masturbarle en ningún momento- Yo todavía no sabía lo cruel que puede ser un borracho con dinero. Me dijo que me quitara las bragas, que se las diera, que me pagaría el doble si lo hacía en ese momento y en esa mesa. Lo hice. El hombre empezó a pedir Becherovkas, una tras otro, mientras yo apenas bebía pequeños sorbos de una cerveza que no tenía ningún interés en terminar.
El camarero pasa de largo delante de ellos, y ella se inclina con elegancia hasta que sus labios rodean la polla de él, que poco a poco ha ido creciendo. Ella comienza a succionar y ensalivarla hasta que consigue una buena erección del hombre. Después vuelve a levantarse y continúa la historia mientras sigue masajeándole con la mano.
El tipo siguió bebiendo y jugando conmigo. Yo trataba de seguirle el juego, aunque a veces es difícil sonreír a los agravios, a las humillaciones. Se puso a hablar con un grupo de chicos que había en otra mesa, y al rato él los invitó a sentarse con nosotros y ellos aceptaron la invitación, mis bragas estaban encima de la mesa y comenzaron a pasárselas de uno a otro animados por él, y de pronto me vi rodeada de miradas sin un atisbo de compasión, solo ese deseo tan íntimo que parece atroz e inexplicable, una pasión egoísta e incontenible. Entre bromas, me fueron rifando hasta que el camarero, el último que quedaba, vino hacia donde estábamos con la excusa de cerrar el bar. El hombre entonces sacó un par de billetes, ni siquiera fueron muchos, y le dijo que cerrara y se uniera al grupo, y que pusiera una ronda de cervezas. El camarero dudó, se le veía que no estaba de acuerdo, que sabía lo que iba a ocurrir si cogía el dinero, así que el hombre, el que había venido conmigo, se levantó, sacó un par de billetes más, y le dijo: si no quieres unirte, solo ponnos unas cervezas y deja algo de música, esto es más de lo que cobras en un día por un par de horas. El camarero puso las cervezas y se quedó alejado, en la barra, poniendo música y mirándonos. Era guapo.
Ella baja la guardia con ese recuerdo y tiene un arrebato de nostalgia que consigue apartar en seguida, cerrando y abriendo los ojos, como un actor que por un segundo se queda en blanco y después vuelve de nuevo a su personaje. Se gira un poco más, poniendo una rodilla sobre la silla, para mirarle completamente de frente, y así poder usar las dos manos. Se miran en silencio. El sabe que ya poco puede hacer excepto disfrutar, así que va liberándose de ese compromiso que por un momento soñó, como si a estas alturas pudiese uno cambiar de vida, como si aunque pudiera quisiera…y ella lo hace de maravilla, es verdad, tenía razón cuando dijo que era muy buena, lo sigue siendo, ojalá la hubiera conocido antes, o quizá seamos mejores así, con nuestros gestos ya un poco oxidados y esta tozudez de silencios que tanto nos gusta representar, en cualquier caso es difícil controlar los deseos y mucho más cuando son tan primarios, sencillos como un orgasmo. Ella ensombrece los ojos, continua el vaivén manual y mira su dureza para continuar, no está excitada y eso le gusta, le permite pensar con claridad, incluso con rabia.
Me hicieron de todo. Todos ellos. Al principio me pusieron sobre la mesa. Estaba sucia por las cervezas pero les dio igual. Se fueron turnando y cambiándome de posiciones. El hombre les dirigía, les decía tú aquí y tú allí, había perdido toda la elegancia con la que empezó y tenía los ojos vidriosos, como encolerizado por el sexo, fuera de sí. Los otros chicos le hacían caso y me manejaban a su antojo. Primero me desnudaron, pero no entera. Me dejaron las medias y el sujetador, aunque éste me lo descolocaron para chuparme los pechos. Una mujer medio desnuda contiene el doble de excitaciones que una mujer desnuda al completo, vosotros sabréis por qué. ¿tú lo sabes?
El hombre niega con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra, el hombre la mira como pidiéndola que ella diga lo que quiera pero que no le pregunte, que no le obligue a hablar, que no le obligue, que solo le deje seguir escuchando. Y la mujer le entiende. Claro. Es tan fácil entenderlos.
Me tocaban y relamían. Querían excitarme, sin duda. Hay algo en vosotros que os empuja a buscar la complicidad de la víctima en los crímenes. Su condescendencia o participación. Al final me cogieron por las piernas y me doblaron hasta que tuve los pies detrás de la nuca. El hombre se puso detrás de mí para sujetarme, para que no pudiera moverme de esa posición. Fueron pasando uno tras otro y mientras se la chupaba a él, con la cara hacia abajo, se me caía la saliva sobre los ojos, era grotesco, todo, y yo creo que eso le excitaba todavía más. El camarero seguía de pie en la barra mirando y el hombre le dijo si de verdad no quería participar. Negó con la cabeza pero se le notaba inquieto. Lo entendí porque a los hombres es tan fácil entenderos, tenéis un algo de vulgar, vuestra maldita presunción de polla hasta que os corréis y luego perdéis el apetito, sois como títeres a los que les cortan las cuerdas y os caéis, ¿no es cierto? Te vas a correr y me iré y no me volverás a ver y aun así me dejarás ir porque te habrás corrido y te dará igual, ellos hicieron eso, se fueron corriendo uno a uno sobre mí, buscando cada uno un sitio distinto al del anterior, el hombre les indicó incluso eso, incluso dónde debían correrse, y fueron haciéndolo hasta que el hombre terminó el último, en mi boca, todavía tenía la cara hacia abajo y no me soltó los pies hasta que hubo terminado él, casi me atraganto, todo se resbaló por la cara, estaba asfixiada y llena de semen, ellos se fueron yendo sin despedirse ni decir nada, hubo uno que le dio las gracias, a él, luego él me dijo que no haría falta que le despertase, que lo había hecho bien, que era buena. Me vestí cómo pude, aunque claro, y traté de mantener esa dignidad que el dinero te roba cuando te vendes, no sé cómo explicarlo y no sé si quiero que lo entiendas, córrete anda.
Y eso es lo que él hace. Se corre cerrando los ojos, dejándose llevar, hundiéndose en el respaldo de la silla, doblando un poco las rodillas y sin importarle dónde y cuánto salpique. Ella mantiene la mano firme, aprieta con fuerza como si quisiera exprimir, como si tuviera que vaciarle. El hombre jadea entrecortado, respira profundamente, haciendo ruido, como si acabara de hacer un enorme esfuerzo. Ella se enciende un nuevo cigarro. Tiene semen en la mano, pero no se lo limpia. Solo fuma y echa el humo mirando al frente. Sabe que él ya no la escucha, que él ahora está en un lugar cálido lejos de ella, que ya no comparten nada de lo que les llevó hasta allí, hasta donde están. Sabe que después de cigarro tendrá que irse. Puede que incluso lo haga antes de terminarlo. Sigue hablando, aunque sea ella la única que escuche el final de su historia.
Me quedé sola, en el bar. Llena de frío y temblando. Bebí lo poco que quedaba de mi cerveza y traté de levantarme pero casi me caigo. Me fallaron las fuerzas. El camarero se acercó, había quitado la música e iba a cerrar. Me cogió de la mano y me ayudó a ponerme en pie. Me ayudó a subir las escaleras porque me costaba, y me dio su abrigo al ver que tiritaba de frío. No dijo ni una palabra. Luego cerró y yo le esperé en silencio a que saliera. Me llevó a su casa, me llenó la bañera de agua muy muy caliente, y puso al máximo la calefacción. No dijo ni una palabra. Después de bañarme me dejó su cama para que durmiera. Ni siquiera intentó tocarme. De haberlo hecho le habría dejado, o al menos ahora pienso eso, pero no lo hizo. Me arropó con un par de mantas y dejó que me durmiera. Yo nunca he hecho el amor, pero supongo que se debe sentir algo parecido a eso.
El hombre la mira apagar el cigarrillo. Ya no tiene que decir nada, no es necesario. Sabe que su turno acabó igual que empezó, con ella bajándole la bragueta. Es un capítulo más. El anterior. Ella cierra bien su abrigo, se levanta, y se marcha con las manos en los bolsillos. Y vaho en la boca. El hombre se revuelve para quitarse el jersey. Y se pide otra cerveza. Está sudando. Hay que ver el calor que hace en este sitio.

lunes, 13 de febrero de 2012

aburruido

Beber solo es como masturbarse:
tiene su punto para con uno mismo
pero es triste por definición.

Me duele buscarte entre palabras, abrir el skype,
resignarme a la piel en la distancia,
a la sequedad del sudor cuando no estás,
a que el silencio parezca un estante podrido donde todas las cosas
que habitan esta habitación,
yo incluido,
seamos como los restos envejecidos de un naufragio de sombras.

Estás preciosa.
Quería decírtelo, como una planta de marihuana creciendo en un balcón,
como una mamada en el baño de un bar,
como el rock and roll cuando se pone un poco idiota.

Anoche, te mentí al decir que estaba viendo un partido de la NBA.
Miraba pornografía.
Me distrae.
Me ayuda a no pensar y me come las horas del insomnio
sin tener que mirar demasiado el reloj.

Me abstrae de este nudo de lloros en que convierto los sitios donde vomito.

Los documento de Word son un listado penoso de fantasmas
y a veces hasta eso me siento yo, un fantasma que camina por la casa a oscuras
como un adicto a la soledad y sus madrugadas.

Como un candado de óxidos encerrándome
o una pared destrozada que se consume en sus propias grietas.

Puedo ponerme a llorar en cualquier momento, todos son igual de malos.

y quedarme mirando el gotear de silencios y sus desganas
mientras las horas pasan como la noche a través de las farolas.
Inservibles a luz del día, menos mal que es invierno.

Como ya dije, estás preciosa.
Como una de esas mañanas en que nos levantamos
solamente para ir a por cerveza a la cocina,
como esa música de gemidos entrecortados que dibujas al aire
cuando te busco huracanes con la lengua,
como echándote crema después de ducharte
y desnuda en el baño protestas porque no dejo de intimirarte.

Brindar de noche es como echar un polvo bajo la luz del sol:
una explosión hecha instante
en donde todo lo demás te importa una mierda.

Me duele no poder tocarte,
me asfixia
eso de no poder salir, pillar un metro, y plantarme estés donde estés
haciendo lo que estés haciendo.
Como un jugador lesionado obligado a ver el partido desde fuera.
Como una puta lista de espera interminable.

Como una guitarra solitaria en mitad de una fiesta.
Esperando que me toquen.

Estás preciosa, joder,
como un patio de niños dándole patadas a un balón,
como Madrid un 15 de mayo,
o como hacer el amor

y corrernos a la vez.

viernes, 3 de febrero de 2012

clases de baile

Me siento como una papelera adicta a los borradores
que mira la neblina de luz en la calle y no busca compasión en ello,
solo transeúntes que escondan sus drogas
caminando al borde de sus presidios como esos afinadores de paisajes
que siempre decoran la noche con sus nostalgias
en nuestros cigarrillos.

Y se van con el humo, difuminándose,
haciendo formas que luego llamamos recuerdos
mientras sonreímos ineficaces en las fotos.

Tengo la sed de las paredes que no te visten
desde que no habitas esta ciudad
apuntándome la sien con su imposición de horarios,

las manos atadas a partes del día que se van sucediendo
mientras pienso que tendría que limpiar la cocina
poner la lavadora
hacer algo para comer,

ese cansancio que te entra al ver cómo cae la arena
para poder sentir, aunque sea de lejos, el vértigo del tiempo
cuando se deshace.

Ni siquiera puedo decir que los días, al menos, son nublados.
Es un poquito más triste aún
porque en cuanto sale el sol
bajo las persianas como si no quisiera saber.

Sácame a bailar incluso los días de lluvia,
incluso cuando no quieras verme o te haga llorar
o nos duelan tanto las rozaduras del disfraz al quitarnos la careta
que protestemos ante el mínimo beso,
aunque corte de palidez mis mejillas
sácame a bailar
aunque ni siquiera haya música
y tengamos que gritar
o gemir
incluso aunque se llenen de frío los inviernos
y nos amenacen con lingotes de hielo si no nos vamos a nuestras casas
sácame a bailar
joder
que bajo esas prisiones de estrellas que llamamos farolas
hay un futuro chinesco de sombras en nuestros pasos,
en nuestras caricias.

No puedo decir que sea bueno cuidándome, pero lo intento.
He hecho deporte después del sexto cigarro. O el séptimo, no lo sé.
He recogido la casa, es decir el salón.
Y he comprado una coliflor en el lidel, la anterior tenía moho en el frigorífico
y la he tirado.
Me he prometido que esta vez no dejaré que se ponga mala.
Sí, ando con estas tonterías.

Llegado un punto no sé si es peor el miedo
O el frío
y pienso que la soledad es un infierno helado
por donde todos caminamos desnudos.

El vaho de la boca lo usan muchos para hacer señales de humo.
Otros preferimos el tabaco.
Al final es más o menos lo mismo, solo que ellos piensan
Que así morirán más tarde.
Seguramente tengan razón.

Tienes un poco de lujuria en los labios
y me encantaría darte un beso.
Pero no en privado.
Los espectáculos como tú
lucen más en abierto.
Y el mundo está más guapo contigo ahí fuera.
Bailando.