martes, 27 de agosto de 2013

Año I después de ti. Y toda esta mierda.

Mi anestesia de dolor implantado no suele pedirme permiso para despertarse.
¿Cómo voy a controlar lo que se mueve si estoy parado?
¿Dónde está el botón de start?
¿Estoy esperando algo o qué? No crees en dios pero sí en los milagros. Claro, Mr Night. Dale de comer a tus palomas, ellas ya se encargarán de cagarte después. La excusa es perfecta. Luego preparas las balas. Y disparas contra todo lo que vuela.

Soy el cabrón con pintas que aparento.
Cuando quiero. Hago daño.
Tómame como me quieras o no me tomes.
En serio.

Verás, hace muchísimos viernes que sueño con verte de espaldas sentada en algún bar, hace tantísimo tiempo que no mojo la piel de nadie cuando lloro, estoy tan acostumbrado a esta función de espía asentimental, de cobrador del frac contra uno mismo, de payaso triste disfrazado de hombre feliz. Hace tantísimas noches que la tranquilidad es solo un recuerdo, y sin embargo sigo parado, a mil pasos. Atrás.  
De donde nos dejamos.
¿en paz?
De aquel cruce que ni siquiera se rompió de un portazo. Silencioso y profesional, como un asesino de etiqueta negra, un mimo de gritos sordos. Como una enfermedad.
Poco a poco. Pero de golpe.
En golpe.

Hasta en sus destrozos es precioso. El amor. O sobretodo.

No.
Sobretodo no. No después de haberte escuchado reír moviendo el Atlántico. Meciéndolo.
Haciéndome cosquillas con tus antojos de paisaje en poesía, joder, informal y formidable como un vestido de verano con tus converses rotas.  
Y yo, con mis trocitos de noche a modo de regalo, caramelándote, lamiendo hasta la suciedad. Y lo que viene después del durante. Pausa y play en el mismo beso.  

Una vez me cogiste de la mano para cruzar la gran vía. Ese fue el mejor viaje de mi vida.
El móvil de mis actos en libertad.

¿Qué demonios podía ganar perdiendo tanto?  Qué clase de apuesta tenía en la cabeza? ¿Con qué dados trucados pretendí engañarme?
Cuando ninguna opción es buena cualquier decisión puede ser la mejor. Y toda esa mierda.

Demasiados kilómetros atrás, donde ni tú ni yo estaremos,
de nuevo,
jamás,
viene persiguiéndome cada paso que di después de ti, como fantasmas armados de espejos. Retrovisores.
Y tus ojos.  
A suplicar que mi culpa no te olvide. Que un hombre tiene que, ya sabes, pagar. Por responsabilidad o por castigo. A quién le importa.

Hay quienes lloran con fuerza y quienes solo lo hacen cuando se quedan sin ella.
Yo no tengo ni puta idea de por qué lo hago cuando lo hago.
Llorar.
Solo sé que no quiero que nadie lo vea.

Cuantas cuentas pendientes
de ti.

Deudas a cobrar en cobardías, cheques sin fondo contra el que estrellarse. Ha llegado el prestamista y estoy fumando. Pueden llevárselo todo, me basta con cerrar los ojos. Ya sabes. Solo en invierno tiene mérito el desnudarse, si es que lo tiene.

Desde el momento en que te conocí fuiste la chica de mis sueños. Y nada ha cambiado, supongo. Antes no, claro. ¿Cómo podría imaginarme a alguien como tú? Qué va. Mis sueños eran más pequeños y tú, con tus poco más de metro cincuenta, demasiado grande. Luego todo se dio la vuelta, o quizá solo fui yo quien se giró. Y mis sueños se hicieron grandes hasta el delirio.
Hasta el no quiero más, solo todo.
Y eso tuve: todo.
Solo.

En un desierto de granos de pena instauré mi anarquía. Levanté muros.
Construí lejanías.
Un mundo a mil instintos por instante. Nada más allá de un ahora. Apenas la mínima posibilidad de encontrarme entre letras sin domesticar.
Salvajes. Como el sexo caprichoso de los humanos. Esos animales.

No existe ningún pasado al que regresar.
Cada silencio otorgado es solo una nota más de este alambre de música rota.
De niños llorando sin sus madres.
Canciones de tumba para un réquiem aeternam.
No se empieza una guerra para descansar en paz. Supongo.

Esperé a que se pasase y se pasó. Luego, cuando la nada volvió, ya no me quedaban culpables, chivos inspiratorios ni honestidad. Así que puse en riego la mentira. Y caminé sobre las brasas, apagándolas. En la pista de baile, la bailarina hacía un gang bang con todas mis sombras. Y yo a lo lejos, me masturbaba mirándoles. Corroído por la envidia.

Vuelve a ser de día. Dentro de poco, los trabajadores y los estudiantes comenzarán a silbar su suave melodía de cansancio. Miro hacia delante y solo veo un inmenso bar lleno de holas para emborracharse. Los juguetes rotos pasan por hospitales y comisarías pidiendo su cita. Hay un cartel de “llegas tarde” en cada esquina. Es el año primero después de ti, y aquí nadie se lo toma como una fiesta.

Yo estoy parado. Perdido. Asustado y cobarde como relleno de miedos. De vergüenzas insobornables y pasos en falso. Nublado y solo. Incapaz de elegir un camino, de tomar una elección como vida. Mirando un mapa que me da igual. Aterrándome a unos principios que nunca fueron ningún punto de partida, mucho menos de partido.  Yo tampoco entiendo muy bien qué hago todavía en este desierto. El caso es que de tanto intentar soñar me puse a escribir. Y me he despertado llorando.
Celebrando este aniversario de silencios para dos.
Inmóvil como un no puedo.
Cansado y quieto
mientras todo pasa a mi alrededor:

no sé qué hacer, ni dónde ir.

Y sin embargo me muevo.

martes, 13 de agosto de 2013

El fin de semana en que casi cumplo 30 años.

Una camiseta blanca que me regaló Alicia con la foto mítica de Neal Cassadi y Jack keroauc pasándose mutuamente el brazo por el hombro, sujetándose en el otro, mirando a la cámara con eternidad y alevosía. What´s your road man? Holiboy road, rainbow road, guppy road, any road. It´s an anywhere road for anybody anyhow. Pone. Con cada road escrito en negrita.

No vamos a contar mentiras, vale?

Un viaje en tren. De alta velocidad. Según las leyes relativas eso debería hacerme envejecer más despacio. No noto nada al respecto. Pero qué rápido se pasa un viaje hacia tu ciudad cuando tienes un libro de Robert Sabbag en su punto caliente, con mucha nieve circulando de aduana en aduana antes de ser capturado Zachary Swan. Solo dejo de leer para escribir un mensaje a mi madre en el que la digo la hora exacta a la que llegaré, pronto, por la mañana. Del viernes.

3 días antes, mi madre me había llamado para pedirme a su manera humilde e indirecta que fuera a verla, que quería que la diera un beso, que hacía muchísimo que no iba por allí, que estaban en el pueblo, mi padre recién jubilado y mi abuela con su buen humor lleno de alzhéimer. Tenía guardia el jueves por la noche y ella había pensado que quizás el viernes, cuando saliera, podría ir yo por la mañana, pasar todo el día juntos, comer en el pueblo, y si eso volverme a Madrid el sábado antes de las cenas de por la noche. Mi jefe, cuando le dije el plan que mi madre había trazado, me dijo: quédate el fin de semana, y hablamos la que viene. Poco curro en Madrid, verano y sin terraza. Puros supervivientes detrás de una barra que tratamos de exprimir sin disparar unos costes que no se pueden amortizar con los pocos clientes que caen como gotas de agua en un grifo mal cerrado, despacio, despacio, despacio.

En los últimos años, mi madre y yo hemos ritualizado algo que en otro tiempo era fuente de cabreos y discusiones. El ir de compras como excusa para pasar el rato. Cada vez que llego con mi maleta de camisetas viejas, vaqueros rotos y zapatillas destrozadas, ella primero se lleva las manos a la cabeza y después me echa una bronca sostenida que tengo que suavizar haciendo chistes con desparpajo, guiñándola un ojo y haciéndola reír para que vea que, a mi manera desastrosa y desordenada, de verdad que no estoy tan mal. Pero ella prefiere comprarme la ropa y asegurarse, así, de que no pillo cualquier disparate hecho trapos simplemente por su bajo precio. Digamos que cada uno en los suyo lo ve como win&win de manual, y yo así puedo decir, con orgullo, que a mí la ropa me la sigue comprando mi mami. Además, estoy seguro, nos sirve para dar un paseo juntos, tomarnos algo, discutir sobre chorradas y contarnos, no hasta uno o hasta diez, sino contarnos.

Así que salimos en busca de unas zapas. Las que llevo, las únicas que tengo, están sucias y con algún roto que mi madre, al parecer, le cuesta mucho tolerar. “Haz el favor, Escandar, haz el favor” suele decir. Le encanta esa frase. Y a mi me conquista cada vez que la dice. En el durante, me cuenta anécdotas de la abuela mientras “vamos a esta tienda de aquí”, me habla de los proyectos imposibles del soñador de mi padre y luego “compraremos unos vaqueros, ¿largos o cortos?”, de la última vez que habló con Nur en la distancia y no te pongas nada roto, por favor, y me pregunta por mis recitales, que qué pasa con el cine, que ni se me ocurra montar un bar. Y así pasamos la mañana, de tienda en tienda hasta que me canso y la invito a sentarse en la terraza a tomarnos algo. Lleva un vestido de verano y está preciosa, con su sonrisa de niña pequeña y sus ojos de cuidados intensivos. Mi madre, cómo explicar… digamos que es de esas personas que todavía se pide un bitter kas. Creo que no hay mucho más que decir.

Yo, que me pongo de muy buen humor cuando estoy con ella, no puedo evitar coquetear con las dependientas y camareras que nos atienden. A ella le hace una gracia contenida todo eso, porque se da cuenta y piensa que soy un galán que no soy. A mi me gusta verla cuando ella se pone a imaginar. Como si entre toda su paciencia y cordura hiciera un hueco para un loco como yo. Como si me comprendiera a pesar de toda esa distancia que nos separa, y no se puede cuantificar en kilómetros. Sabe que trato de ser buena gente, aunque a veces lo haga fatal y tenga tantas cruces en la cuenta de mis errores, ella sabe que toda esa bondad que amasija a mí me sirve para seguir de laberinto en laberinto sin perderme del todo. Y no es poco, lo aseguro.

Después fuimos hacia el pueblo. Hacía muchísimo tiempo que no pisaba por allí. Si miro mis raíces y orígenes, he de reconocer que hace muchísimo tiempo de casi todo. Comí calamares rellenos. Hechos ex proceso por mi tía para mí. El mejor restaurante del mundo es el patio de mi casa. Mi abuela se esfuerza en apurar la comida del plato, y a cada rato pide un poco más de vino. Un poquito más. Y tú quién eres. De dónde vienes. Qué haces en Madrid. Repetido sucesivamente a lo largo de todo el día. Muchas veces.

Mi prima Alicia. Hizo historia por la universidad de Valladolid, y ahora arrastra una asignatura sobre arte latinoamericano que tiene atragantada desde hace 4 convocatorias. Entre medias se ha sacado un grado superior de formación profesional, y trabaja en becas que va pillando y curros que le dejen huecos para compaginarlos con otras cosas. Ahora está trabajando para nosequé de la diputación como guía de la iglesia de mi pueblo. Mi prima habla muchísimo de cualquier tema, y lo hace con tanta espontaneidad y sin ningún afán de imposición, como si lanzara más preguntas que afirmaciones en su discurso. Me lleva por la iglesia y me cuenta el proceso de su construcción, las fechas de sus retablos, el estilo de cada uno, me enseña el órgano, sometido a un proceso de restauración hará un par de años, un trasto enorme con mogollón de tubos, pedales, y teclas por todos los lados. Impresionante, pienso, que alguien sea capaz de tocar todo esto con un mínimo de sentido. Es casi tan complejo como una mujer. Pero no tiene las mismas curvas, claro.

Desde lo alto de las 93 escaleras de la iglesia de mi pueblo, miro el páramo infinito de castilla, su humildad de trigo y cebada, su monótono paisaje de agricultura de supervivencia. Qué barbaridad. Qué instantánea de andar por el pasado. Y qué presente empobrecido entre sus manos, machacado por la emigración, reducido a las afueras de la gran urbe, un lugar donde todos se tienden a ir para volver, como yo, una vez cada muy de vez en cuando, a contemplar las grietas y el desgaste, su dejadez, los espasmos supervivientes de un enfermo en fase terminal.

Supongo que tengo una relación de amor odio con mi pueblo. Allí pasé una infancia veraniega como solo un crío travieso la puede pasar, pero nunca encajé entre sus gentes, yo era un chico de ciudad (pequeña) que no pasaba de ser un intruso ajeno con los chavales de allí. Los únicos amigos que tuve eran los que, como yo, iban a pasar periodos vacacionales sin acoplarse a la rutina diaria de un invierno en el pueblo. El carácter seco y rudo de la zona, intuyo, hizo el resto. El caso es que, año a año, he visto envejecer ese puñado de calles, disminuir sus habitantes y en general abandonarse a la mala suerte de no tener el engranaje necesario para rodar a la velocidad de los tiempos que corren, siglo XXI y toda esa mierda. En las últimas elecciones para alcalde se presentaron un grupo formado por los pocos jóvenes que aun quedan. Una apuesta nueva que la gente, cansada de viejos caducos e intereses de partidos interesados en el poder, decidió apoyar. Y creo que más o menos lo están haciendo bien. Intentándolo, joder, dentro de las pocas posibilidades que tienen, del ningún dinero que manejan, del olvido perenne al que está sometido la zona. Estos chicos están luchando por resistir. Y como decían los viejos anarquistas: resistir es vencer.

Como casi todos los pueblos de este país a mediados de agosto, éste también tiene sus fiestas. En los últimos dos años, en lugar de limitarse a contratar una orquesta que tocara un puñao de pasodobles para viejos de otro siglo, han apostado por reactivar algo que, recuerdo, se hacía cuando yo era muy muy pequeño. Una semana cultural. Así que han llenado el mes de agosto de propuestas accesibles y colectivas, donde la implicación de la gente juega un papel fundamental. Y todos, parece, están cumpliendo con su parte. Cuando llegué al pueblo, mi madre ya me dijo que esa noche nos íbamos a ir de tapas por los cotarros. Los cotarros son la parte no urbanizada del pueblo donde la gente tiene sus bodegas, algunas de ellas reconvertidas en peñas donde los chiguitos se van a emborrachar sin que les vean sus mayores. Lo de las tapas consistía simplemente en, por un bono de 5 euros, ir de peña en peña y tomarte una tapa y una bebida en cada una de ellas, más un postre en el bar de la piscina. Nothing else. Se vendieron unos 320 tickets, lo que, teniendo en cuenta que es un pueblo de no más de 400 habitantes es, a todos modos, una muy buena cantidad. De tickets. Con el dinero se había contratado una charanga que iría en la cabecera, y toda la gente iría como en procesión detrás, fichando en cada peña. El resto del dinero se usaría para pagar una disco móvil el sábado, y los costes de todo el tinglado, caro.

Mi madre me había pillado un ticket, y la idea era que fuéramos todos en familia, con las amigas de mi madre, mi padre, y mi abuela. Pero mi abuela no puede andar más de 100 metros sin pararse. Así que mi madre salió un poquito antes con ella. Cuando empezamos a caminar con toda la gente, nos las encontramos a las dos sentadas en un banco de la plaza del pueblo. Qué imagen, vaya foto tenían. Las dos. Mi abuela como una niña pequeña, mi madre como una hermana mayor. Vestidas de verano, mi abuela con su chaqueta de eterna friolera, los pies casi colgando por sus menos incluso de metro 50, encorvada y canturreando, siempre canturreando. ¿Adónde vais? De tapas, abuela, vamos. Un pequeño gruñido, mi madre animándola para que coja fuerzas mientras nos dice por señas que vayamos yendo nosotros, que ahora irán para ya. Mi padre tira de mí y me lleva con el resto de la manada. La gente se saluda, comenta, un tractor pita pidiendo paso, algunos bailan al ritmo de la charanga, otros caminan en silencio como pensando y yo tengo la impresión de que todo el pueblo está allí y que estoy siendo espectador de algo que tampoco es mío, un testigo circunstancial de un momento que, para ellos, está siendo muy importante. Me recuerda a las pelis de Berlanga, cuando las pelis de Berlanga todavía se veían.

Y así, entre cerveza no demasiado fría, tapas no demasiado curradas, esperas más o menos asumibles y caminos no asfaltados, vamos picando al ritmo de la charanga, comentando la jugada, con mi madre turnándose con mi tía para estar con la abuela en la plaza (no consiguieron que llegara ni a la primera peña) y mi padre animado por ver un poquito de vida en el pueblo al fin. Mi padre. Nació en el otro lado del mediterráneo y se vino a España en la última época de Franco. A estudiar arquitectura, pero terminó siendo médico. Siempre le gustó el pueblo. Supongo que le recuerda al suyo, al que dejó en Siria con toda su familia y su pasado. Durante algunos años intentó participar y formar parte, pero como ya he dicho antes, Castilla no es el mejor lugar para un inmigrante, gente cerrada que a la mínima te echa en cara el no haber nacido allí. Así que ha tratado de mantenerse al margen pero le sigue gustando ir al bar y pagar el café a los compañeros de barra. Mi padre es una persona íntegra y con principios tan sólidos como sus ganas de hacer y de crear cosas. Odia la dejadez, la vagancia y la falta de compromiso. Y le encantan los niños, la juventud y todo lo que use la vida como metáfora. Él fue quien me mostró que todo se estaba pudriendo porque estamos dirigidos por hombres envejecidos que construyen una sociedad para viejos. Mal futuro, me dijo, si los parques, las ayudas, y en general las decisiones se toman pensando en el voto de los pensionistas que morirán en lugar de los niños que todavía no tienen derecho a voto. Por eso, mi padre sonreía y bailaba entre tapas y charangas, porque al fin, por una vez, había un rastro de vida entre la piel curtida de arrugas en que se ha convertido el pueblo.

Luego fuimos a buscar a mi madre, que estaba en casa con la abuela, dándola de cenar, esperándonos para ir a la piscina a tomarnos el postre. Esta vez fue mi padre el que se quedó a cuidar de la abuela, ya acostada. Y yo me fui con mi madre y sus amigas a cruzar la medianoche de este día de reencuentros con el pasado.

Me pido un gyntonic a mi salud, 3,50, ¿de verdad tanta es la diferencia de Madrid a aquí? El postre es una especie de tiramisú “bastante flojo” resalta mi tía, que se autoconsidera una experta en tiramisuses, la gente baila en la pista del frontón, los chavales de las peñas se zarandean con los más viejos, algunos cogen a uno de la charanga y le ponen a la cabeza de la conga, el tipo del bombo golpea con estridencia y se mueve con altibajos por la pista, los niños más peques corretean jugando a lo que sea que estén jugando, unos traen las copas del bar de la piscina, otros se traen el botellón de la bodega, nadie prohíbe beber ni fumar, el ambiente es festivo, son las 00:00 del día siguiente, 10 de agosto, y  recibo un sms con una frase que me recuerdan: “pedir una sonrisa como quien pide fuego”.

Estoy en las gradas, moviendo los hielos, liándome un cigarro, comentando las jugadas con mi madre. Ya podemos felicitarte. Me da 2 besos. Después mi tía. Después sus amigas. Yo sonrío como una fecha de caducidad. Estoy un poco vacío, me empieza a subir una tristeza, conozco la sensación, es de pérdida pero no de derrota, de nostalgia pero no de desprecio, tengo el volante delante de mis ojos, solo tengo que cogerlo y seguir una dirección, la que sea, what´s your road man? Me mantengo al margen, bostezo, fumo. Mi madre me pide el Gyntonic y le da un traguito, pequeño, corto, como para probarlo. Me entran ganas de darla un beso. Qué bonita es. La música no sabe de frenos, las congas se unifican en una sola y muy grande que se vuelve a romper en varias pequeñas, algunas señoras toman aire, una madre bebe un trago de kalimotxo en una botella de 2 litros, hay adolescentes por todas partes, veinteañeros de vacaciones, gente de treinta que se siente menor de edad, todos coinciden en la borrachera, todos sonríen, felices, y yo estoy en la grada, con mi madre, compartiendo un Gyntonic.
Y estoy triste.

Cuando llego a casa me termino el libro de Robert Sabbag. Y me pongo a escribir y a borrar, escribir y borrar, escribir y guardar. En borradores.
Lo pongo por aquí:
  
Un nudo de silencios en la garganta que no me deja ni vomitar a gusto, ni siquiera esta obscenidad de ver las grietas de mi desnudez, mi falta de acierto en cada disparo, la ausencia de ganas de nada que no vaya mas allá de volver a estar borracho y no tener esta piedad de condescendencias cada vez que hablo conmigo mismo. Sonrío, pero es como un árbol de navidad  en una casa sin niños,  una intentona de optimismo sin fe,  el dolor explícito  de una jaula de realidades que ignoré  por vivir prendiendo mechas, qué esperabas, chaval, qué esperabas.

No puedo dejar de verlo como una puta obligación. Cumplir años, esa mierda. Soplas velas que no se izan, recuerdas a todos los que  no están, y luego ves a tu abuela confundida por el alzhéimer, a tu padre con jubilación impuesta, a mi hermana luchando en otro continente, a mis tías muertas, y a ese sol que nublaste con todo tu humo hasta  lograr  una noche sin controles de alcoholemia ni rumbo, y bueno, mi madre está igual de preciosa que siempre. Por lo menos. Con esa sonrisa es imposible que envejezca. Perdón si en la celebracion se me mezclan las nostalgias y las tristezas me crecen como el niño cobarde que no se atreve a ser mayor por mucho que el tiempo le insista. Ya lo he dicho, es una obligación. Es una puta mierda. Felicidades.
 
Voy a desayunar como si no hubiera cumplido los 30. En la tele, “Cariño, he encogido a los niños”. Mi tía me mira impaciente esperando que la deje ver el programa de cocina. Me llaman, y pierdo el poder del mando de la tele. Muy noventero todo, excepto por el móvil.

Regazo. Risa fértil. Vida. Magia. La chica que controla el tiempo hace que una ráfaga de viento mueva las sábanas tendidas en el patio. Oigo felicidades y pienso: en tu voz suena mejor. Es una caricia templada. Un susurro suave suave. Un hombro, una muleta y todo un batallón. Por un momento no hay nudos. Ni cuerdas. Los equilibrismos se hacen en el aire y todo es posible. Imaginacción. Como un brindis. En tu versión de los pechos todo es poesía. Tu presente es mi mejor regalo. Entre el pasado a cuestas y la ansiedad de un futuro a veces esto se nos olvida. Cuídate mucho, por favor, un beso, hablamos.

De primero un mix de aportes colectivos: boquerones en vinagre preparado por mi padre. Jamón fino y del que brilla traído, seguramente, por mi tía Presen. La mezcla esa de surimi, huevo cocido y mayonesa que siempre me ha gustado tanto. Cangrejos cocinados por mi tía Marián (con mucho ajo y mucho perejil, por si alguien quiere la receta). Y de segundo codornices. Con cebolla y manzana. Sandía y tarta de chocolate. Café con primos y cosas de esas. Todo muy classic. Y le doy al botón del me gusta. Sí. Me gusta.

La princesa verde manda un mensaje de botellas llenas desde el otro lado del océano. Un Atlántico más allá, desde un país sin ejército, mi hermana se calla decirme que no le llegó el video que hice en la playa para felicitarla por su cumpleaños. No me dice nada de mi, por lo tanto, no felicitación. Y me manda una camiseta del Palencia de basket con el número 29 a la espalda: Algeet. Me cabrea que no la llegara ese vídeo. Me cabrea conmigo mismo, quiero decir. Porque es la única fecha que me sale sola y de carrerilla cuando me preguntan. Cuándo nació ella. No tengo ni que pensarlo. Y ahora ella piensa que ni me acordé. Y aun así, se lo calla. No dice nada, hasta que yo le pregunto. Eso es querer en el único sentido posible: solo de ida. Hacia fuera. Hacia ti.

Voy a volver a leer a Onetti. Voy a quedar con Frontela y decirle: ey amigo. Voy a intentar respirar tranquilo y tomarme las cosas con más calma. Voy a reírme de los deseos por cada lágrima de San Lorenzo que no pida. Dicen que hoy llueven las estrellas, seguro que alguno no sale de casa sin su paraguas.

Una mariposa escala una montaña y yo sonrío. Cosas del caos, supongo.

Un concurso de tortillas era el acontecimiento del sábado en el pueblo. Y mi padre, especialista en tortillas desde que tuvo el hostal, participa. Él hace ese tipo de tortillas sólidas, cuajadas y muy muy grandes. Una tortilla enorme. Será por huevos, parece decir. Y aunque no lo reconoce en público, le echa un par de dientes de ajo muy muy picados. Entre que el jurado hace la degustación, hay programado un monólogo que hará un chaval del pueblo. Bueno, no sé si es del pueblo exactamente o familiar de. No distingo entre unos y otros. Hay unas 25 tortillas, y todo empieza tarde. Como un recital de poesía, pienso. El chaval al fin comienza el monólogo. No se escucha muy bien, en el frontón, que está sotechado, reverbera quizá en exceso el sonido. Un altavoz solitario y un micro inalámbrico bastante inestable tampoco ayudan. Pero todo más o menos rula hasta que, en mitad de un chiste, el chico se queda en blanco. Se le va. Nos mira. Todas las gradas están abarrotadas por la gente del pueblo. Se pone nervioso. Aplausos de ánimo. Pero él se está encerrando en sí mismo. Bloqueado, intenta tirar de memoria en lugar de improvisación. Imposible hacer reír así, pienso. Te estás equivocando de salida, pienso. Es un hundimiento, y has tirado el instrumento para salvarte. Sin música. Pienso. Y ya no sé si se lo digo a él o me lo digo a mí. El caso es que dice que no puede seguir, y se rinde. Así. En silencio.

No ganamos el concurso de tortillas, mecachis. Trajeron a la abuela y la pusieron una silla del bar en el frontón. Parecía una reina, atendida y rodeada por todos. Luego fuimos pasando a probar las tortillas, aunque yo solo probé un trozo de la de mi padre. Estaba rica. “pero o las haces más jugosas o no ganarás un torneo en tu vida” le digo. A mi padre. “qué sabrás tú” me dice él. “te lo digo en serio, papá, las tortillas de los bares están muy bien para los bares, pero para un concurso tienes que hacer una tortilla de concurso”. Se ríe. No sé yo si me toma muy en serio.

Volvemos a casa y yo me voy a Palencia. Mi madre me deja su coche, y con esa preocupación de “pórtate bien” implícita en la toma de mando, me entrega las llaves. Sonrío y nada más arrancar se me cala. Puta manía de dejar la marcha metida.

Había quedado con Frontela y con Sergio, en ese orden. Todo el mundo me andaba contando que si Frontela apenas salía, que si gruñía mucho, que si estaba encerrado y cosas de esas. Frontela es un tipo que caza demonios en su propio coto privado. Que no le gustan las apariencias, el vox populi ni la gente en sociedad. Excepto cuando tiene ganas y fuerzas, que entonces deslumbra y baila como Ali contra Sonny Liston. No ha tenido mucha suerte últimamente y lo que más le jode, intuyo, es que él ni siquiera cree en la suerte. Pero le pongo una cerveza, música, y nos ponemos a contar. De todo. De todos. De las cosas que hemos hecho mal en todo este tiempo que es casi una vida juntos. Del bar que podemos montar en cualquier momento. “Dime solo que quieres hacerlo y allí estaré contigo”, me dice. De  mujeres, claro. Y de fútbol. Por supuesto. Sergio me enseña su nueva casa, un pisito alquilado a una esquina de la mía. Nos recibe a Frontela y a mí con una bata que le da un look de traficante. Al parecer ha quedado con no sé quién para tomar algo en la terraza del bar de abajo. Así que bajamos. Los 3. Y es allí donde conozco a Riky. Pelo corto como a cazuela, pies puestos sobre la silla, cara de sueño, ojeras, sentado entre 3 chicas y otro chico. No me acuerdo de ninguno de los nombres de los demás. El ambiente es bueno, la temperatura también. Todos beben mojitos menos Riky, que ya no bebe el refresco que se ha terminado. Se le nota cansado, aunque quizá solo esté aburrido. Frontela se sienta a su lado. Y yo al lado de Frontela. Junto a una de las chicas. Pedimos cerveza. No sé qué dice Frontela pero Riky, que sigue con los ojos cerrados, le pega un manotazo sin mirar y se despierta. Su madre medio le regaña. ¿cuántos años tiene? Le pregunto a la chica de mi derecha. 4. Me responde. Estoy aprendiendo algo. Me mantengo al margen. Observo. ¿quizá no debería irse a la cama? Le pregunto a la chica de mi derecha. Está con su madre, me dice, y van juntos. A todas partes. Me dice. La educación prohibida. Todo lo que te dicen que no deberías hacer. Miro a Riky discutiendo con Frontela sobre cuál de los 3 coches de juguete que hay en la mesa es el más resistente. Frontela, que es ingeniero, le expone por qué el más viejo y pesado es también el más duro. El chaval se lo piensa y defiende el que más le gusta a él. Cómo se debe educar a un crío. Qué camino has de seguir y por qué, al parecer, solo hay uno y es tan rígido. La educación prohibida, he dicho antes. Lo cierto es que el chaval es, posiblemente, el crío más espabilado que he conocido. Al parecer su madre necesitaba salir por una noche y así se lo dijo. Y allí está él, con ella, de golpe animado y jugando con Frontela mientras los otros, nosotros, tomamos mojitos y cervezas sin escandalizarnos de que sea la 1 de la mañana. Brindamos. Yo nunca he sabido cuidar nada ni a nadie. Las cosas o se me rompen en una semana o me duran años de maltrato. He ido por la vida regateando responsabilidades, dejando morir plantas e imaginándome incapaz de ser padre excepto una vez, cuando tuve el punto de apoyo de un motor lleno de fuerzas, que me las daba. Ahora que veo a Riky aguantando el cansancio mientras mira la sonrisa de su madre, pienso que a veces nos autoimponemos la obligación de tener que hacer las cosas como el resto de gente nos dice que las hagamos. La gente que duerme de noche gobierna nuestras vidas. Gracias por el consejo de vuestros horarios. ¿nos vamos o pedimos otra birra?

Nos vamos. A la tabernilla. Buscando bares baratos de provincia. Bagueterías donde poder comer algo. Alguna chica que nos preste atención. Es sábado, y estoy con dos de mis mejores amigos. Borrachos. El alcohol va subiendo como la marea y nos va mareando. De bar en bar desvariamos, hasta esa despedida en que le das la mano a tu amigo y mirándole a los ojos sólo dices: nos vemos, cuídate, y dame un abrazo. Cabrón.


Termino en casa, dormido frente al ordenador. Diciendo adiós al día en que casi cumplo 30 años. Con un sentimiento extraño de gratitud y pérdida. A punto de llorar, y juro que no sé si esta vez es de felicidad o de tristeza. NO estoy tan mal. Pero necesitaba una parrafada de 7 páginas que me lo dijera. Ya las tienes, Escandar. Y que cumplas muchas más.     

martes, 6 de agosto de 2013

en algún lugar... en algún lugar...

En algún lugar de mis lágrimas salimos los dos abrazados.
Oliendo amar.
Con fuerzas.
Y sudando.

Hay un secreto de luces brillando en nuestra mirada, no cabe el frío en nosotros,
y parecemos dos cómplices primerizos que se tantean
tocándose con suavidad de regazo.
Estamos preciosos, casi nuevos.
Seguros. (no se si debería poner una interrogación aquí)

Un orgasmo a medias vale doble. ¿Probamos?

Con la voz ardiendo te susurraba promesas de cera que se derretían en tus oídos.
Y hacía lo mismo con la lengua, solo que entonces eras tú la que te derretías.
Y yo aprovechaba para beberte.
Has sido la mejor borrachera de mi vida.
Y mira que he tenido muchas.
Que me he paseado de ciego en ciego y haciendo eses
por cunetas donde “solo los que van a morir aceleran”
y sin delicatessen
he bailado a un asfalto de velocidad la danza
de los truenos sin refugio, el vals de los atormentados.
Era el ruido lo que me gustaba. Las palabras. El griterío.

Amabas la paz, pero te excitaba la guerra.
No te comas la cabeza buscándole más porqués, anda.

Qué sed de resaca, joder, qué puta mierda.

En algún lugar de mis lágrimas
donde tú me hacías reir
a mí,
que solo sabía llorar,
salimos los dos abrazados
como a punto de dar el salto.
No hay ningún dónde a la vista, sólo las ganas de.
Y parecemos dos ojalás animándose con la euforia de un amateur en la materia.

Recuérdalo cuando vengan con todas esas definiciones a limitarla:
el único truco siempre fue creer en la magia.
Y yo me siento como si estuviera condenado a volar por los aires la libertad de dormir en el nido.

Hay personas que solo aman lo que pueden destruir, y otras que solo construyen a partir de lo que odian.
Por lo menos táchame lo segundo.

Porque mis odios son tan lejanos como el oeste
y están tan a tomar por el culo de mí
que solo puedo decirte, de mis odios,
que los perdí en un botellón de fusilamientos
el día en que te odié porque no estabas.
Yo.
Odiándote a ti.
Qué clase de coraza soy capaz de fabricar.

Quererte a la intemperie y sin disfraz.
Así empezaba mi pesadilla: con un invierno, y tú llorando.

¿Ves esta mancha de carmín? es la mejor cicactriz que poseo.
Una mentira es el recuerdo táctil de tus labios
en mi cuerpo,
una herida
puesta por mí
en mitad del escenario,
esta es su sangre, aplaudan a los crucificados.  

Me busco los porqués a latigazos y a base de no encontrarlos termino excitándome.
Cómo te crees que edifiqué si no este muro de las justificaciones:
con los trazos destrozados de las casualidades que nos unían.
Mi palacio de lágrimas sin secar.
mi utópica osadía de andar por casa.
Suite smile 
“habitación con vistas a ti”.
(amabas la paz, ¿recuerdas?)
en algún lugar…

en algún lugar…

de mis lágrimas

todavía


goteas.

En fin.