Esta fue mi vida en la recaída. Si alguien les cuenta que
volé, no le crean. La gente suele confundir caer con volar. Es tan fácil, lo
uno. Y tan imposible, lo otro. No hay gravedad en estas palabras, solo el amor
hacia el suelo que me sostiene, a todas las ostias prometidas con las que me
perdonó y a su justicia de terrena mortalidad, a esos gusanos que salían de
nuestras bocas después de los besos y los amaneceres. Nunca logré detener el
tiempo, ni siquiera ralentizarlo. Mi apuesta fue: rápido, como si nos
persiguieran. Y te cogí de la mano. Quería escapar contigo pero sin salir de
mí. Y me llevé detrás nuestro o alrededor todos mis miedos que salivaban por
darnos alcance, por mordernos en la caricia las heridas de las que nos habríamos
curado. Lamiéndonos.
Este es el asalto en el que besé la lona. Y acostumbrado a
tus labios, te cambié por el suelo. La sangre hablará por mí, es decir, los de
la última fila: enfoquen sus prismáticos. Tu piel es como ausencia de azúcar
cuando hago el desayuno y no es para ti. Apostaría no volver a ver el mar a que
tus ojos pueden humedecer cualquier piedra, pero desde dentro, a que pueden
atravesar un muro hasta hacerle llorar, a que toda la tierra que pisas suda
tras tus pasos. El paisaje de tu dolor es fijarte en que contengo mis amagos
por cogerte la mano. Que haya un invisible que no entiendas luchando por
alejarme de ti. Que me deje follar por una vida loca en lugar de reinventar el
amor, o de rehacerlo, orgasmo a orgasmo. Mi corazón y mi polla a veces hablan
sobre tus caderas, y mi cabeza dice que sí, solamente.
A veces sueño con primaveras y con tu boca, así que vengo a
pedir la flor y la mamada como si soñar otorgara derechos en lugar de
obligaciones, como si pudiera patalear mi necedad de naufragio reclamando tu
isla de ojos azul o asis. Y vendiendo tu ausencia a desconocidos, traficando
con este vacío sólo por tener algo que sentir sin tener que mentir al respecto,
mi incalculable necesidad de tirar de la cadena una vez te has metido la última
raya, y este orfanato sin hijos a los que aferrarse que yo llamo casa, tú
puedes llamar cuando quieras. Lo sabes, ¿no?
Perdona el ovillo que lanzo como si quisiera enredarlo todo.
Ya sabes que a mí los sentimientos siempre me parecieron un poco laberinto,
esquinas donde me perdía cuando tenía que coger un tren y llegaba tarde,
excusas con las que aceptabas que no te pillaran nunca en los trabajos que de
verdad querías. Un poco como una barra llena de gente pidiendo cerveza como si
fuera auxilio. Dicen Mahou y escucho socorro. Un griterío. Que es, supongo, como también te amé. Gritando.
Mis miedos hacían fiestas en nuestro eco. En lo que venía
después. En nuestras sombras, mis miedos jugaban a ver quién pedía en la
primera mano. Y qué. Esperaban a la formación del recuerdo para emborracharse,
y prometían pérdidas por su rescate, mis miedos trabajaban el ayer que jodería
nuestras mañanas, tú con la toalla en la cabeza y yo metiéndote prisa, en lugar
de otras cosas, otra vez. Lo bueno es que, aunque solo fuese un momento, les
tuvimos acojonados, a mis miedos. Lo malo es que ellos tenían razón. Y yo solo
sentimientos.
Cogías un palo fino y lo metías hasta el fondo para que
saliese la araña. Había algo de atractivo en todo ello. Hurgabas en su
comadreja tratando de que saliera asustada, dispuesta a picar o a huir como
cualquier animal aferrándose a la supervivencia por encima de su dignidad. Nosotros
ni siquiera teníamos que sobrevivir, y la dignidad indicaba solo el nivel de
crueldad aprendida. Nos creíamos dioses matando insectos. Y ahora que creamos
monstruos ¿por qué no hacerlo?
Cómo le diré al niño que vi llorar madres de camino al
trabajo, resignándose a la rutina, pidiendo una vida de menos por un día de
descanso. La sonrisa de quién me tendré que inventar para convencerle de que
sueñe lo más lejos posible para vivir lo imposible más de cerca, en qué
libertad morirán los payasos y las putas después de que les hayamos utilizado,
¿a qué precio están las cadenas, señor invierno?, y el viento haciendo crujir
la madera, como diciendo: duérmete, niño bueno, duérmete…
Creo en las hogueras y el derroche. He sentido la noche a
través de mí, y aullaba como un pergamino sin tesoro, a la desesperada por
sentirse útil, diáfana, ávida de necesidad. He metido cada oportunidad en la
coctelera y después la he agitado como si masturbara mi odio. Señorita, no soy
digno de que entres en mi cama, pero una mamada tuya bastará para sanarme. Yo
rezaba cada noche pensando en tu coño. ¿De verdad querrías querer a alguien
así?
Siempre he creído que la resaca era la parte final de la
borrachera. Ahora la reconvierto también como parte inicial. De otra. Y así, se
van pasando las semanas. A toda ostia. Metiéndomelas.
“tú quieres a mucha gente, pero nunca se lo dices a nadie”.
Me dijo, mientras deshacía las maletas de su próximo viaje. “Quédate con eso.
Yo no lo necesito, porque te quiero y te lo digo, así que déjate de
gilipolleces y empieza a decirlo, ¿vale?”.
Me verás fugaz o eterno, caído como el ángel aquel que montó
un infierno solo por rebeldía, lejos como una estrella que no sirve para
iluminar la puesta en escena de siquiera un sueño, o triste como este mundo de
andenes cruzados y ciegos suicidas, como el porqué que nadie responde cuando le
preguntan por la muerte.
Me verás como en las nubes o las casualidades, buscando, ya
me conoces, la felicidad que no me corresponde de tus piernas.
Me verás, quizá con mi nudo en la garganta bien apretado,
tratando de no toser, sonriendo mientras te digo:
He venido a besarte y a hacerte el café.
He venido para ser tu desayuno.