Todavía sé llorar de la emoción, todavía tengo el cosquilleo
atento del dolor acariciándome a la mínima en que me quedo solo. Me enchufo
adrenalina y canciones para salir a la calle y vaciarme al primer peldaño. Las
lágrimas secas y el sudor efervescente. No ver venir sentimientos, chocarte con
ellos, desangrarte sin ninguna clase de preparación. El estilo cascado de los
viejos boxeadores tras el KO y las apuestas. Para qué besar la lona si puedes
follártela. La resistencia de esos corredores escuálidos que se aferran al
asfalto como pidiéndole droga a su horizonte. El hambre ha llegado, señor, pero
no da tanto miedo como el hombre que la trajo. Así avanzo, haciendo tratos de
lavadora con la ropa sucia, atrasando media hora cada reloj, con un mono de
cansancio como único uniforme de animal sin fuerza, así avanzo, con la mochila
rota y los libros a medio leer, incapaz de ninguna resistencia, como si me
hubieran soltado o acabara de escapar y no tuviera más que una ciudad
aletargada a la que le sobra leña y le faltan pirómanos que no trafiquen con la
espuma artificial del fuego. Así avanzo majestad, descalzo sobre las brasas
buscando un abrazo en la mirada turbia, buscando las ganas en la lástima de la
caricia, buscando las fuerzas tras una obertura de piernas en soledad. Que me
compre quien lo entienda. No hay alma de regazo, ni aprecio de oferta, ni
olvido infinités y mal, una vida vivida y la otra bebiéndotela, dos caras y
ninguna moneda, lo que el aire te da tú sólo lo intoxicas, así fue el juego de
tirarnos piedras, que terminamos construyendo muros, y distrayéndonos con sus
grietas. A veces, cuando ya no sé que más destrozar, me vuelvo tan injusto que vuelvo a cogerte de
la mano y te susurro: vete a la mierda. A lo mejor allí, al fin, nos
encontramos.
Pero tú me besas, y vuelves a volar.