Te pusiste al borde del precipicio
con un peta en la mano
y en la otra una birra,
y levantaste una pierna solo para demostrar
que podías mantener el equilibrio
y diste un buen trago ¿recuerdas?
mientras el humo aun salía de tu boca.
¿No era eso lo que querías cuando hablabas del abismo?
Nunca he sabido qué hacer con mi vida
aunque a veces lo tenga tan claro.
Ni puta idea.
Di un paso en firme hacia algo que podía crecer
como un futuro domesticado
en el que creer,
en el que poder confiar.
Me dejé en él las cuentas atrás de tantas meteduras de pata,
lo acaricié
como un órdago de cartas imposibles,
como al cascabel de una serpiente en hipnosis,
lo regué con lo único que tenía: sangre, sudor, lágrimas
y semen.
Lo hice mío porque sentí cómo me daba patadas
en el estómago,
porque en su breve porción de felicidad
no había un vómito que lo predestinara,
porque era algo tan precioso
que no debería ocurrirme a mí
y aun así, pese a todo, me olvidé de los nuborrones
y de las viejas cuentas,
del jolgorio de chisteras que perdían el amor a gritos,
de que en los periódicos
las esquelas seguían siendo portada.
Lo besé como me juré que nunca haría: firmando cláusula de
daños.
Aceptando obligatoriedad de valentía en el contrato.
Diciendo: esta responsabilidad es mía
y la acepto.
Traté de que en el jardín siempre hubiera vida
aunque fuese silvestre,
de que la gasolina llegara a todos los puertos
de montaña que queríamos subir.
Que nunca nos faltara
poesía.
olvidé que las malas hierbas
no mueren
pero también se fuman,
y me concentré en mi pequeño futuro de ortigas
y enredaderas
bebiendo del dulce rocío del sudor desnudo
en tu palacio de ventanas abiertas.
Más sencillo: me dijeron ¿quieres ser feliz?
Y dije que sí abriendo la mano.
Entre picos de distancia
y palos de silencio
empecé a no distinguir
la seda de los gusanos de las telas de araña,
a confundir almohadas
y regazos,
el cepillo de dientes con papel higiénico.
¿Tú te corres por placer o por prisa?
No sé cuándo, pero me puse a cavar un agujero.
Primero dije: esta será mi tumba.
Luego: está será la de los dos.
Después metí a nuestros hijos.
A familias enteras.
Colegios. Ciudades.
Cualquier excusa es buena si solo quieres seguir cavando.
Si solo quieres mancharte las manos de mierda
y removerla hasta que el (d)olor
(d)uela a cadáver.
Para los petroleros del corazón no existe el concepto
de tocar fondo.
Es como la fiebre del oro: brilla más enterrada en su
codicia
que bajo la luz del sol.
Y yo he llegado pronto a la última cena
y parece que se me hace tarde,
ni siquiera va a amanecer,
contaba con ello,
es posible que ya nunca más lo haga,
de ahí las ojeras, la cafeína,
mi insana adicción a la noche.
Los ojos, ¿Te fijaste en mis ojos
el día que recobré mi antigua mirada?
La triste, quiero decir.
Yo no. Sabes que nunca me fijo en esas cosas.
Que aunque puedo acertar literalmente la siguiente frase
nunca atino con el final de las películas.
Que soy malísimo en ciertos detalles
o mi maldita costumbre de preguntarte si te has corrido
cada vez que te deshaces entre el polvo.
Que me puse al borde del precipicio
con un peta en la mano
y una birra en la otra.
Cantando “la última vez que me suicidé
ni Madrid era una fiesta
ni tú llorabas”,
sin saber hacia dónde tirar
o tirarme,
perdido e indefenso
como un animal salvaje que enseña los dientes
mientras el miedo se caga sobre él.
Con el lodo al cuello,
haciendo mal a bares de vidrios vacíos,
saltando a la pata coja,
sin saber del todo si me hiela el calor
o me quema el frío,
doy un buen trago
y el humo sale desde muy dentro
(como el dolor cuando se vomita,
como los besos)
por mi boca.